Miguel, al partir.
En Las Acacias, Montevideo, un niño era vecino de una niña.
Jugaban a los autitos, trepaban el sauce llorón de la vereda, corrían en sus bicicletas por el asfalto recién alisado...él la llamaba a la hora de la siesta invocando su nombre con un sonido cantarín y gutural, y ella respondía saliendo contenta, siempre con algún bello y sencillo vestido que su madre cosía.
Algunas polaroid descoloridas los muestran muy unidos, juntos, de pie, con los brazos a los lados del cuerpo, sonrientes y entrecerrando los ojos ante el resplandor solar, con el barrio pobre y amplio de fondo.
Una vez, él le mostró una lechuza enjaulada que daba una vuelta completa de la cabeza sobre el eje de su cuello. Ella se asombró en principio, y se echó a llorar luego, creyendo que a la pobre ave le debería doler...el encierro en la jaula, claro está. Entonces, en honor de ella, él se ganó una paliza de su hermano mayor soltando esa misma medianoche a la lechuza, para que no volara a ciegas el pobre animal.
Y la pobreza, que se hacía amplia en el barrio y en el Paisito, empujó a la niña y a su familia a cruzar el río por sobre los puentes, tratando de ganarle la carrera a las carencias.
Así fue que ambos, cada uno de su lado del río, aprendieron prontamente a escribir y se hacían llegar algunas cartas de letra enorme y prolija a fuerza de su lentitud y de la atenta mirada de sus madres que colaboraban en la redacción.
Pero las oficinas de correos no fueron hechas para funcionar, así que muchas cartas y postales de cumpleaños se perdieron quién sabe dónde, al igual que el interés de ambos en enviarlas, fruto del advenimiento de la adolescencia y del crecimiento de las inseguridades y la timidez.
Se ve que él no halló a nadie más que atendiera su llamado. Así que resolvió abandonar su vida en una última carta que no necesitaría del correo, dirigida a sus más queridos, justificando su partida en la incomprensión ajena, el aislamiento que le producía no oír como todos oyen y no haber hallado a nadie que supiera escuchar sus palabras, que no sonaban como las de todos, a pesar de cargar los mismos significados.
Ella lo supo un día, del otro lado del río. No lloró. Pero cuando llora de soledad, se pregunta si él no habrá sabido esperarla. Y la única manera de comprobarlo que tiene es seguir viviendo, para que, al llegar al final de sus días, pueda saber si era él quien debía acompañarla y no tuvo la paciencia suficiente; o bien dejar la existencia sabiendo que la vida le deparaba otro amor, que no sería el de Miguelito (que ya era Miguel, al partir).
Jugaban a los autitos, trepaban el sauce llorón de la vereda, corrían en sus bicicletas por el asfalto recién alisado...él la llamaba a la hora de la siesta invocando su nombre con un sonido cantarín y gutural, y ella respondía saliendo contenta, siempre con algún bello y sencillo vestido que su madre cosía.
Algunas polaroid descoloridas los muestran muy unidos, juntos, de pie, con los brazos a los lados del cuerpo, sonrientes y entrecerrando los ojos ante el resplandor solar, con el barrio pobre y amplio de fondo.
Una vez, él le mostró una lechuza enjaulada que daba una vuelta completa de la cabeza sobre el eje de su cuello. Ella se asombró en principio, y se echó a llorar luego, creyendo que a la pobre ave le debería doler...el encierro en la jaula, claro está. Entonces, en honor de ella, él se ganó una paliza de su hermano mayor soltando esa misma medianoche a la lechuza, para que no volara a ciegas el pobre animal.
Y la pobreza, que se hacía amplia en el barrio y en el Paisito, empujó a la niña y a su familia a cruzar el río por sobre los puentes, tratando de ganarle la carrera a las carencias.
Así fue que ambos, cada uno de su lado del río, aprendieron prontamente a escribir y se hacían llegar algunas cartas de letra enorme y prolija a fuerza de su lentitud y de la atenta mirada de sus madres que colaboraban en la redacción.
Pero las oficinas de correos no fueron hechas para funcionar, así que muchas cartas y postales de cumpleaños se perdieron quién sabe dónde, al igual que el interés de ambos en enviarlas, fruto del advenimiento de la adolescencia y del crecimiento de las inseguridades y la timidez.
Se ve que él no halló a nadie más que atendiera su llamado. Así que resolvió abandonar su vida en una última carta que no necesitaría del correo, dirigida a sus más queridos, justificando su partida en la incomprensión ajena, el aislamiento que le producía no oír como todos oyen y no haber hallado a nadie que supiera escuchar sus palabras, que no sonaban como las de todos, a pesar de cargar los mismos significados.
Ella lo supo un día, del otro lado del río. No lloró. Pero cuando llora de soledad, se pregunta si él no habrá sabido esperarla. Y la única manera de comprobarlo que tiene es seguir viviendo, para que, al llegar al final de sus días, pueda saber si era él quien debía acompañarla y no tuvo la paciencia suficiente; o bien dejar la existencia sabiendo que la vida le deparaba otro amor, que no sería el de Miguelito (que ya era Miguel, al partir).