lunes, septiembre 03, 2007

Lourdes.

Aplicando un gesto vulgar, del mismo modo que se llama a los perros con ese sonido de beso que chirria, oigo que me aluden desde un grupito que se obliga a beber algo que parece vino rebajado, en una esquina de Plaza Miserere. No suelo responder por precaución, pero esta vez lanzo sin dudarlo una mirada dura y firme, haciéndoles ver que nada van a conseguir más que mi desprecio. El semáforo en rojo no me detiene y ya con media calle cruzada escucho a mis espaldas que me piden una moneda. Del grupo de ésos que desprecié recién se desprendió alguien velozmente y ahora me increpa y se torna amenazante. Camina a mi lado sabiendo que tengo en el bolso lo que le interesa robar. Me habla en el argot de la calle. Insiste en pedir, en principio, luego deja ya de ser un pedido. Le respondo de mala manera, con verdadero enojo, que si tuviera alguna moneda no caminaría. Sigue marchando a mi lado al ritmo de mis pasos, me rodea los hombros con un brazo y con los dedos roza mi cuello al tiempo que me habla de saber qué se siente al tener un cuchillo ahí, al ser lastimado, y sabiéndose impune pretende doblegarme en una vereda transitada por gente que prefiere no enterarse de esto que yo ya no puedo eludir.
Como estrategia de defensa oigo atentamente sus palabras, apelo a mi voz de tono más grave, a la palabra cortante, directa y certera, le busco algún giro forzadamente amistoso a mis respuestas sin perder la intención de imponer distancia, pero me sigo negando con firmeza a darle nada. Le advierto que tengo un largo tramo por caminar y que, de continuar con la insistencia, se iba a cansar de seguirme. Le prevengo de lo inútil de la escolta y sigo dándole conversación, aprovechándome del estado en que me confiesa encontrarse: en busca de algo que convertir en más dinero para seguir metiéndose vino malo y drogas vorazmente corrosivas, de efectos en extremo crueles por lo efímeros e irreversibles.
Así pasa, tras la primera confesión lograda, de un encontronazo físico a un duelo verbal que sé ganado. Eso me hace perder el temor y el nerviosismo, incluso bromeo con sarcasmo acerca del susto que me dió, enrostrándole que no tiene derecho a hacerlo y obligándole de ese modo a que se defienda argumentando con fingido arrepentimiento que no quiso faltarme el respeto y que una mujer como yo no merecía ser tratada así, como me trató. Hasta llega a pedirme disculpas al cabo de haber caminado unos metros más.
Es entonces que le asesto una pregunta intimidante: ahora quiero saber su nombre. Calla por un instante, supongo que víctima de la sorpresa, y retoma por el lado de volver a disculparse, o de bromear endilgándome ser policía, o incluso tratar de coquetear conmigo. Elogia alguna belleza que dice ver en mí, y toma prestada la idea de preguntarme mi nombre, suponiendo en voz alta y con sorna que debido al miedo que le tengo no voy a decírselo. Para demostrarle que ya perdió toda capacidad de generarme temor, se lo lanzo con descaro sabiendo que decírselo era dar por tierra definitivamente con sus amenazas.

-Lourdes, me llamo. Y vos seguís sin querer decirme el tuyo.

Al oír mi nombre no puede evitar dejar ver algo en su rostro, una expresión que no se corresponde con su imagen. Una revelación. Me dice, con gesto sorprendido y bajando el tono de voz, como quien miente, que tiene una hermana que se llama así. No digo nada, pretendo restar importancia a semejante punto a mi favor y simplemente me limito a seguir la conversación. Me pongo en papel de buena consejera y, emulando con astucia el argot con el que se dirigía a mí, le recomiendo dejar esa vida por otra que debería comenzar a buscarse, procurando la inteligencia por sobre todo, como única arma y escudo para salvarse del avasallamiento. Se lo reitero varias veces, sintiendo con pena que no me escucha.
A esta altura, tras varias cuadras caminadas, nos detenemos en una esquina en ademán de despedida. Me siento satisfecha y me causa cierta alegría saberme airosa. Me ofrece, ahora sinceramente, sus disculpas una vez más, vuelve al tono de confesión y necesita hacerme saber de su familia, integrada por seres diferentes, tan diferentes como una madre abogada y unas hermanas de buen pasar, e igualmente faltas de comprensión hacia su circunstancia. Y me ofrece, en su afán de redimirse, llevarme a comer algún día. Le agradezco la invitación pero la rechazo veladamente, bajo la broma de que iba a salirle carísimo pagarme una comida, teniendo en cuenta mi buen y enorme apetito. Me deja entrever, sin saberlo, que en un día alcanza a robar el mismo dinero que a mí me llevaría el trabajo de un mes completo, y se jacta de que con ese dinero orgullosamente me ofrecería acompañarle en una salida, sin importar cuánto llegara a costarle. Me sonrío cuidando de no resultar burlona y vuelvo a esquivar el convite con amabilidad. Le hago saber que volveré a pasar por la plaza, y que espero que nos saludemos. Como despedida final le extiendo la mano. Cambia de brazo la botella de plástico cargada con vino que lleva, se limpia repetidamente la palma en el pantalón y me devuelve el gesto con una mano delgada, refinada y suave. El apretón termina siendo más fuerte de mi lado y mirándome a los ojos decide la última confesión.

-Mirá, loca, yo no soy un pibe, no sé si te diste cuenta...

Claro que me dí cuenta. Al reparar en que yo lo supe, descansa en el secreto compartido, ya no le pesa tanto y me reafirma su atracción hacia mí, me dice que le gusto, que soy una mujer que quisiera tener a su lado para salir de esa vida y que me llevaría a conocer a su familia para que estuvieran orgullosos de que esté con alguien como yo, que me cuidaría, que no permitiría que cosas como la que ella misma me acababa de causar me sucedieran. No puedo corresponderle y nunca podré. Pero quiero todavía saber su nombre.

-Pero no me dijiste cómo te llamás. Yo sí te dije mi nombre.
-Me llamo Lourdes, igual que vos.