jueves, enero 17, 2008

Se vuelve.

Lo oigo decir, y decir, y decir. No me oye, y si lo hace, abstrae de mis palabras, deforma y reformula erradamente, adrede. Me voy, y no puedo, me lo impide con la palma de la mano abierta sobre el cuello. Forcejea y elijo quedarme inmóvil, furiosa, para no completar el espectáculo. Finalmente vuelve sobre sus pasos, como si de ese modo me echara y tuviera la razón. Comienzo a caminar.

Me voy con miedo. Odio tener miedo. El odio al miedo me enoja. Camino buscando la oscuridad, con temor de mirar atrás y verlo persiguéndome. No miro ni siquiera para cruzar las calles, sólo camino y siento que mi rostro es una lápida lisa. Los que me cruzan lo ven. El estómago se vuelve contra mí, o contra sí mismo. No me deja en paz.

Llego a la parada. -Ahí viene- dicen las dos viejas. Subo, boleto, me siento, me mareo. Cierro los ojos, los abro, deslizo el vidrio de la ventanilla y me da frío, tengo los sesos revueltos.

El asiento de atrás se carga de pronto con cuatro que ya huelen a vino cuando recién dejaron de oler a mierda de sus pañales. Escupen canciones estúpidas de cancha, con tono arrastrado, aprendices de la imbecilidad, arrasados de lo que les vendieron como hombría. Abren la boca y lo rancio se potencia cuando el olor ambienta el fumo porro, tomo vino y cocaína y me trae a la nariz y a la boca eso que ya sentí: el asco.

Vomito, con la cabeza colgando fuera de la ventanilla. Nadie lo nota.