Al verlo venir a lo lejos, sabiendo que el destino, la suerte, la casualidad o la justicia vinieron esa tarde a favorecerla, disfrutó de la calma gélida de la espera hasta tenerlo enfrente y, sin mediar palabra, le hizo estallar en la cara un golpe seco con el revés de la mano. Los nudillos inmediatamente se le abrieron en herida. Se miró entonces el dorso, reventándole en sangre, y levantó la vista hacia esa mejilla que ardía bajo los ojos que nada comprendían aún. Semejante emoción le ensanchaba el tórax, y al afirmarse sobre los pies comenzaba a sentir cómo lo alto de la espalda se le arqueaba, los brazos se separaban del cuerpo, los dedos de las manos se extendían y las fosas nasales se abrían, todo su cuerpo esperando, en franco desafío. La animalidad, así, tallaba en ella su obra más salvaje, una hermosa y digna hija finamente pulida a fuerza de exasperada paciencia nacía ahí, en medio de esa plaza, frente a la estación, entre la multitud.
Los había empezado a rodear la gente, silenciosamente.
El último atisbo de razón para evitar retornarle el golpe al que él debió recurrir fue un insulto crudo y pretencioso, por lo humillante, hacia su condición de mujer, que sólo consiguió dibujar en ella una sonriente mueca desquiciada y le dilató las pupilas colmándola de impiedad. Ese improperio se volvió el permiso para arremeter con todo el peso del cuerpo concentrado en la diestra, abiertamente, contra el pecho y voltearle la espalda sobre la tierra. Con la dignidad revolcada, luego de saltar inmediatamente para levantarse, él le hincó un apretón en el brazo y le susurró furioso entre dientes una última advertencia; apretón del cual ella se liberó tras varias sacudidas, hasta que en la última quiso arrojarle un nuevo revés que resultó errado e inexperto y permitió así que él le atajara la muñeca izquierda con una mano y la hiciera girar de un tirón para enfrentarla con el cachetazo que traía cortando el aire en la otra. Cuatro dedos llenos de tierra se le marcaron en el rostro, y otros cinco alrededor de la muñeca. Se restregó con dolor el revés de la mano lastimada.
Con los ojos cerrados se quedó procurándose aire por un brevísimo instante, los abrió agudamente clavados en los de él, elevando una ceja para hacerle saber que no fue suficiente, y se le rió resoplando por la nariz. Con un segundo insulto él acabó de darle su bendición para que ella se decidiera a propinarle el primer puñetazo de su vida, coronándolo así con el honor de encabezar la lista de los tantos merecedores. Todo quedó claro. El próximo golpe tenía destinataria y no vendría suavizado por falsas convenciones de inferioridad, sino que atropellaría estricto contra la mandíbula aunque, para sorpresa de ambos, no lograría tumbarla.
Ahora eran iguales.
Algunos amagaron a meterse, pero no tardaron mucho en darse cuenta de que esto era cosa de dos. Otros ni siquiera quisieron seguir observándolos, presenciar semejante contienda sería profanarla.
Desde lo bajo de la mirada, entre el mareo, sintió la sangre con su sabor metálico en la lengua. Se manchó los dedos de ese bermellón incitante al rozar los labios entreabiertos buscando tantear la herida. Al verla, él temió haberse equivocado y consideró el acercarse. Ella le cae con la frente sobre la nariz y rechaza así el último dejo de tolerancia. No la necesita, no la quiere. Se regocija con las gotas que ve correrle por el mentón, hilos de las venas que se desgarran y lo enfierecen.
Descarga pesadamente y libre de remordimientos el puño contra la sien de esta mujer que sostiene implacable la arremetida, y no duda. No está en ventaja. Sabe que ella no se valdrá de ardid alguno. No habrá lágrimas ni quejidos. No va a intentar escapar, pues esto es lo que buscaba. La ve caer una vez más y recuperarse del desconcierto del golpe frente a sus pies. Erguida nuevamente, acude a su cuerpo íntegro y se arroja sobre él. Se confunden en manotazos, los arañones de ella se le marcan en el cuello, él la doblega y, dejándola boca arriba, la apresa con su peso. Ella respira agitadamente, atrapada, buscando un instante para reponerse y aborrece el enfrentamiento con sus ojos. Flexiona, tras un grito ronco, una rodilla, y lo descoloca por fin. Se arrastra en cuatro patas hasta alejarse, mientras él se dobla de dolor a un costado. Trabajosamente se yergue, perdida por completo la compostura, y observa el gesto de él. Piensa en correr, pero no tolera la duda de saber cómo será. Quién terminará con quién.
Apena la estampa, mezcla de sudor, sangre, tierra, lágrimas. Los cabellos enmarañados, la mano herida, las uñas renegridas, los labios entreabiertos dejando ver más sangre desbordando una de las comisuras. El se repone y se sienta en el suelo. Llora callado. La mira desde abajo, ella se arrodilla a su lado y le acaricia el pelo, como solía hacer al besarlo, transitando con la punta de los dedos el recorrido desde el arco de las cejas, el contorno de los ojos, las mejillas, el filo de la mandíbula, el mentón, los labios…le imprime un beso enrojecido de sangre en la frente y se endereza. Se marcha lentamente, avergonzada, hasta que en la otra esquina, un niño de ropas sucias y rotas que corría detrás la alcanza y le deja entre las manos un ramito de fresias:
- Se lo manda el señor ése.