viernes, octubre 05, 2007

lutos


En noches como ésta, ante el advenimiento de una tormenta, de la intensidad que fuere, mi viejo siempre desenchufaba todo. El microondas, el televisor del comedor, las dos heladeras, el radio reloj, la antena de tv cable, la línea telefónica, el lavarropas. También se encargaba de colarse sigilosamente en mi cuarto para apagar y desenchufar mi antigua tele, una de ésas con el exterior de madera y a botonera, frente a la cual me dormía todas y cada una de las noches.
Me toca desenchufar todo eso a mí desde hace un tiempo. Ahora también tenemos freezer, y esta computadora. Tengo los auriculares puestos y ahora mismo temo que un rayo se escurra por los cables y me carbonice. Me divierte un poco fantasear con la idea. Igual tecleo.


Inminente, esta lluvia, igual a todas las lluvias negras...y la negrura del patio se ve sesgada brevemente a la luz de las amenazas de diluvio. Pienso en el cementerio donde yace el cuerpo de mi viejo. Pienso en la tumba descuidada, en el nombre mal escrito por algún boludo sobre el bloque de yeso, en el postergado rincón del camposanto que su condición última de jubilado le impuso. Tengo aún el roce frío y áspero del recuerdo de la primera noche después del callado e interminable mediodía de su muerte. El impulso desesperado que tenía por correr atravesando las treinta manzanas del barrio entero y las cinco de la villa que le sigue hasta llegar a la funeraria. Correr desaforada, agotando despiadadamente el aliento, que todos los pibechorro giraran la cabeza desde la vereda de enfrente al verme, y guardando el respeto se dieran cuenta del porqué:

Porque corría a buscar a mi viejo de vuelta de la muerte y a sacarlo de ahí.
A decirle, ya en el camino de regreso, con una mano sobre su hombro:
-dale, no jodas, no seas boludo, ahora no-

Los tres diferentes tonos del desamparo que percibí esa noche tanto por él, como por mi vieja y por mí, no volverán a ser tan tiranos, hasta que sólo quede yo, algún día, a solas, con el desamparo más tirano de todos.

Tres meses después, se me llenaban los ojos de lágrimas en la interminable fila para ginecología del mismo hospital público y lúgubre donde murió. Mi vientre se paralizó en señal de luto, mi útero se aletargó de angustia ante el primer vacío ganado por la muerte.
Me dijo el médico que era normal.

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