jueves, septiembre 27, 2007

Libro I

Enhébrese una aguja de tamaño regular, más bien fina, con hilo encerado de longitud suficiente. Tómese el primero de los cuadernillos con sumo cuidado, alineando en paralelo el doblez del papel y el borde de la mesa sobre las guías de paso del hilo.
Con la mano inhábil ábrase por el medio dicho cuadernillo y, con la otra, a la altura de la primera marca guía, atraviésese desde afuera hacia adentro el papel con la aguja enhebrada en el punto justo del doblez, en sentido ascendente y sesgado. Déjense unos centímetros sueltos de hilo en la punta y procédase a la siguiente puntada en sentido contrario, respetando siempre las marcas asignadas en el borde de la mesa. Dependiendo del alto de la página se darán las puntadas necesarias, generalmente seis.
Una vez finalizada la primera vuelta, se encima el siguiente cuadernillo y se reitera la operación, reparando en que deben lazarse dos de las puntadas con las vueltas de hilo visibles en el canto del cuadernillo para lograr firmeza en la sujeción entre un cuadernillo y otro. Al finalizar en el extremo, se realizan tres nudos simples con el tramo de hilo que se dejó suelto en un principio y se retoma la costura del próximo de los cuadernillos, dispuesto de la misma manera que los anteriores, cuidando siempre respetar las marcas y no perder la alineación de los orificios de entrada y salida de las puntadas, ni omitir las lazadas y nudos finales. La costura termina con el ajuste de los hilos por medio de pequeños y delicados tirones y, finalmente, tres fuertes nudos.

domingo, septiembre 23, 2007

Neko San

Me da gusto escribir cartas.
Lo sigo haciendo, aún, de vez en cuando.
Raramente recibo contestación, pero lo hago con agrado.
Soy siempre la primera, la que inicia la comunicación.
Sin embargo, desde hace mucho tiempo no recibo una carta
escrita por alguien que comience el intercambio.
Una carta a la que yo sea quien debe responder.

Pues sí, alguien me recordó al escuchar un disco de Johnny Cash
y se tomó el tiempo para contármelo enviándome unas palabras.
De ese modo me hizo dueña de una canción que le había referido.
Ya no es de Trent Reznor,
porque al oírla por J.R. admitió que dejó de pertenecerle.
Así que, a riesgo de sonar irreverente:
Ahora es mía.

You are someone else
I am still right here.


Ya no soy ese alguien más.
Soy quien siempre sigue aquí, mientras todos eligen pasar.

Siempre estuve de ese lado,
por más que se haya pretendido hacerme creer lo contrario.
Por más que lo haya creído.

El final de la carta llegó coronado con estas palabras de Silvio Rodríguez,
cumplo en citar:

La cobardía es asunto
de los hombres, no de los amantes.
Los amores cobardes no llegan a
amores,
ni a historias, se quedan allí.
Ni el recuerdo los puede salvar,
ni el mejor orador conjugar.

*
Every one I know
goes away in the end.



lunes, septiembre 17, 2007

Para las ánimas.

A las que rondan por aquí, buscando noticias, sepan que me encuentro bien. No son tan especiales sus heridas por lo profundas, no es tan duradero su recuerdo, ni tan benevolente su paso por mi existencia. Que tengan el honor de algunas palabras no las dignifica. Podrán pasar por este lugar cuando gusten, para enterarse de mí. Yo no lo notaré. Ni querré hacerlo. Pero eso sí, jamás se atrevan a dejar de ser ánimas. Ya no hay redención posible.

sábado, septiembre 15, 2007

La Ridícula

Se compra un par de zapatos rojos con sus últimos centavos. Se pinta primorosamente las uñas de las manos y de los pies. Endulza su piel con aromas de durazno y perfume de magnolias. Carga en su bolso los palillos de batería, los cosméticos, el paraguas de la China y los zapatitos nuevos, cosa de sacarse las botitas acordonadas también rojas, y ponérselos en algún baño público antes de la cita. Viaja hasta La Boca, el barrio le gusta, toma la clase y mientras aprende el toque del redoblante piensa en que la noche es buena y terminará siendo aún mejor, por fin, luego de tanta derrota. Espera el momento de oír sonar el telefonito ése, para esperar que él la pase a buscar, para que la bese de imprevisto, para deleitarse viendo cómo él se las arregla para que ese beso nunca deje de ser de imprevisto, para que la lleve a ese telo que entre los dos eligieron por internet pasándose links, y que se quiten la ropa desesperadamente, que se hagan el amor, que se cojan, que se rían, que se cuenten sus días desde el último, que sostengan esos bellísimos duelos dialécticos colmados de amabilidades y mutuos elogios, que tejan esas afinidades que la enriquecen. Mete la mano en el bolso, pensando en dónde cambiarse los zapatos.
Un Mensaje Nuevo, avisa el telefonito:

-Perdón. No puedo.

Y La Boca de pronto se la devora, resbala en su garganta oscura y maloliente, las calles se hacen hostiles, el frío recrudece, la llovizna deja de brillar y ahora es vidrio en polvo que se le mete en los ojos. El monedero queda vacío y la lleva en colectivo a los brazos de otro, que la recibe con bondad y generosamente, si bien insiste hasta la exasperación en sacarle la ropa, si bien se la coje sin piedad, comiéndose con la mano el manjar que alguien más dejó enfriar en la mesa.
Y duerme desnuda en el abrazo equivocado. Una vez más, Ridícula.

viernes, septiembre 14, 2007

Viernes.

Entre mis brazos, mis piernas, mis manos, mis labios y mis cabellos.
De 22 a 3.

lunes, septiembre 10, 2007

Hembra.

Al verlo venir a lo lejos, sabiendo que el destino, la suerte, la casualidad o la justicia vinieron esa tarde a favorecerla, disfrutó de la calma gélida de la espera hasta tenerlo enfrente y, sin mediar palabra, le hizo estallar en la cara un golpe seco con el revés de la mano. Los nudillos inmediatamente se le abrieron en herida. Se miró entonces el dorso, reventándole en sangre, y levantó la vista hacia esa mejilla que ardía bajo los ojos que nada comprendían aún. Semejante emoción le ensanchaba el tórax, y al afirmarse sobre los pies comenzaba a sentir cómo lo alto de la espalda se le arqueaba, los brazos se separaban del cuerpo, los dedos de las manos se extendían y las fosas nasales se abrían, todo su cuerpo esperando, en franco desafío. La animalidad, así, tallaba en ella su obra más salvaje, una hermosa y digna hija finamente pulida a fuerza de exasperada paciencia nacía ahí, en medio de esa plaza, frente a la estación, entre la multitud.

Los había empezado a rodear la gente, silenciosamente.

El último atisbo de razón para evitar retornarle el golpe al que él debió recurrir fue un insulto crudo y pretencioso, por lo humillante, hacia su condición de mujer, que sólo consiguió dibujar en ella una sonriente mueca desquiciada y le dilató las pupilas colmándola de impiedad. Ese improperio se volvió el permiso para arremeter con todo el peso del cuerpo concentrado en la diestra, abiertamente, contra el pecho y voltearle la espalda sobre la tierra. Con la dignidad revolcada, luego de saltar inmediatamente para levantarse, él le hincó un apretón en el brazo y le susurró furioso entre dientes una última advertencia; apretón del cual ella se liberó tras varias sacudidas, hasta que en la última quiso arrojarle un nuevo revés que resultó errado e inexperto y permitió así que él le atajara la muñeca izquierda con una mano y la hiciera girar de un tirón para enfrentarla con el cachetazo que traía cortando el aire en la otra. Cuatro dedos llenos de tierra se le marcaron en el rostro, y otros cinco alrededor de la muñeca. Se restregó con dolor el revés de la mano lastimada.

Con los ojos cerrados se quedó procurándose aire por un brevísimo instante, los abrió agudamente clavados en los de él, elevando una ceja para hacerle saber que no fue suficiente, y se le rió resoplando por la nariz. Con un segundo insulto él acabó de darle su bendición para que ella se decidiera a propinarle el primer puñetazo de su vida, coronándolo así con el honor de encabezar la lista de los tantos merecedores. Todo quedó claro. El próximo golpe tenía destinataria y no vendría suavizado por falsas convenciones de inferioridad, sino que atropellaría estricto contra la mandíbula aunque, para sorpresa de ambos, no lograría tumbarla.

Ahora eran iguales.

Algunos amagaron a meterse, pero no tardaron mucho en darse cuenta de que esto era cosa de dos. Otros ni siquiera quisieron seguir observándolos, presenciar semejante contienda sería profanarla.

Desde lo bajo de la mirada, entre el mareo, sintió la sangre con su sabor metálico en la lengua. Se manchó los dedos de ese bermellón incitante al rozar los labios entreabiertos buscando tantear la herida. Al verla, él temió haberse equivocado y consideró el acercarse. Ella le cae con la frente sobre la nariz y rechaza así el último dejo de tolerancia. No la necesita, no la quiere. Se regocija con las gotas que ve correrle por el mentón, hilos de las venas que se desgarran y lo enfierecen.

Descarga pesadamente y libre de remordimientos el puño contra la sien de esta mujer que sostiene implacable la arremetida, y no duda. No está en ventaja. Sabe que ella no se valdrá de ardid alguno. No habrá lágrimas ni quejidos. No va a intentar escapar, pues esto es lo que buscaba. La ve caer una vez más y recuperarse del desconcierto del golpe frente a sus pies. Erguida nuevamente, acude a su cuerpo íntegro y se arroja sobre él. Se confunden en manotazos, los arañones de ella se le marcan en el cuello, él la doblega y, dejándola boca arriba, la apresa con su peso. Ella respira agitadamente, atrapada, buscando un instante para reponerse y aborrece el enfrentamiento con sus ojos. Flexiona, tras un grito ronco, una rodilla, y lo descoloca por fin. Se arrastra en cuatro patas hasta alejarse, mientras él se dobla de dolor a un costado. Trabajosamente se yergue, perdida por completo la compostura, y observa el gesto de él. Piensa en correr, pero no tolera la duda de saber cómo será. Quién terminará con quién.

Apena la estampa, mezcla de sudor, sangre, tierra, lágrimas. Los cabellos enmarañados, la mano herida, las uñas renegridas, los labios entreabiertos dejando ver más sangre desbordando una de las comisuras. El se repone y se sienta en el suelo. Llora callado. La mira desde abajo, ella se arrodilla a su lado y le acaricia el pelo, como solía hacer al besarlo, transitando con la punta de los dedos el recorrido desde el arco de las cejas, el contorno de los ojos, las mejillas, el filo de la mandíbula, el mentón, los labios…le imprime un beso enrojecido de sangre en la frente y se endereza. Se marcha lentamente, avergonzada, hasta que en la otra esquina, un niño de ropas sucias y rotas que corría detrás la alcanza y le deja entre las manos un ramito de fresias:

- Se lo manda el señor ése.

jueves, septiembre 06, 2007

Un hombre que se ha ido y éste que recién se hace niño son dos que jamás se habrán conocido, y tanto los une. Recuerdo a Hugo mientras me cuentan de Nicolás. Me escapo, corro bajo el ala de estas palabras, con los ojos vidriosos. Mi madre queda en la cocina, con una sonrisa. Mejor así. Lo demás, me lo cargo al lomo yo.

Crimen y Castigo II

Tengo que abrir la puerta y ver, sobre la mesa, una esquela. "Mi amor" "La pasé muy bien" "Me haces feliz". Tengo que recordar lo que no llego a ser, lo que no sé que tengo, lo que no sé qué me falta.
Y qué mierda tengo que hacer, incendiarlo todo, destrozar hasta lo mínimo. Tengo que cerrar la puerta y seguir camino, tengo que no llorar en un furgón donde un infeliz se me queda mirando, esperando algo que no tengo ni quiero darle, algo que nadie tiene, algo que nadie tiene que darme ni me da, algo que tengo y se me está secando, donde tengo que esquivar las miradas trabajosa y fatigadamente.
Y tengo que llegar y antes tengo que atravesar la vereda entre la gente, tengo que saludar, tengo que sonreír, tengo que olvidar que mañana no tengo que hacer nada, aunque sí tenía, pero siempre tiene algo suyo que se me atraviesa a mí. Tengo que sacar la voz a través de la garganta, tengo que repetir la belleza de los versos, tengo que colorear el timbre con estas obligaciones muertas que tienen que dejar de agobiarme. Y mi canción sale opaca y muda. Todos aplauden, porque tienen que aplaudir. Yo tengo que irme para volver, luego esperar. No tengo que esperar más.

lunes, septiembre 03, 2007

Lourdes.

Aplicando un gesto vulgar, del mismo modo que se llama a los perros con ese sonido de beso que chirria, oigo que me aluden desde un grupito que se obliga a beber algo que parece vino rebajado, en una esquina de Plaza Miserere. No suelo responder por precaución, pero esta vez lanzo sin dudarlo una mirada dura y firme, haciéndoles ver que nada van a conseguir más que mi desprecio. El semáforo en rojo no me detiene y ya con media calle cruzada escucho a mis espaldas que me piden una moneda. Del grupo de ésos que desprecié recién se desprendió alguien velozmente y ahora me increpa y se torna amenazante. Camina a mi lado sabiendo que tengo en el bolso lo que le interesa robar. Me habla en el argot de la calle. Insiste en pedir, en principio, luego deja ya de ser un pedido. Le respondo de mala manera, con verdadero enojo, que si tuviera alguna moneda no caminaría. Sigue marchando a mi lado al ritmo de mis pasos, me rodea los hombros con un brazo y con los dedos roza mi cuello al tiempo que me habla de saber qué se siente al tener un cuchillo ahí, al ser lastimado, y sabiéndose impune pretende doblegarme en una vereda transitada por gente que prefiere no enterarse de esto que yo ya no puedo eludir.
Como estrategia de defensa oigo atentamente sus palabras, apelo a mi voz de tono más grave, a la palabra cortante, directa y certera, le busco algún giro forzadamente amistoso a mis respuestas sin perder la intención de imponer distancia, pero me sigo negando con firmeza a darle nada. Le advierto que tengo un largo tramo por caminar y que, de continuar con la insistencia, se iba a cansar de seguirme. Le prevengo de lo inútil de la escolta y sigo dándole conversación, aprovechándome del estado en que me confiesa encontrarse: en busca de algo que convertir en más dinero para seguir metiéndose vino malo y drogas vorazmente corrosivas, de efectos en extremo crueles por lo efímeros e irreversibles.
Así pasa, tras la primera confesión lograda, de un encontronazo físico a un duelo verbal que sé ganado. Eso me hace perder el temor y el nerviosismo, incluso bromeo con sarcasmo acerca del susto que me dió, enrostrándole que no tiene derecho a hacerlo y obligándole de ese modo a que se defienda argumentando con fingido arrepentimiento que no quiso faltarme el respeto y que una mujer como yo no merecía ser tratada así, como me trató. Hasta llega a pedirme disculpas al cabo de haber caminado unos metros más.
Es entonces que le asesto una pregunta intimidante: ahora quiero saber su nombre. Calla por un instante, supongo que víctima de la sorpresa, y retoma por el lado de volver a disculparse, o de bromear endilgándome ser policía, o incluso tratar de coquetear conmigo. Elogia alguna belleza que dice ver en mí, y toma prestada la idea de preguntarme mi nombre, suponiendo en voz alta y con sorna que debido al miedo que le tengo no voy a decírselo. Para demostrarle que ya perdió toda capacidad de generarme temor, se lo lanzo con descaro sabiendo que decírselo era dar por tierra definitivamente con sus amenazas.

-Lourdes, me llamo. Y vos seguís sin querer decirme el tuyo.

Al oír mi nombre no puede evitar dejar ver algo en su rostro, una expresión que no se corresponde con su imagen. Una revelación. Me dice, con gesto sorprendido y bajando el tono de voz, como quien miente, que tiene una hermana que se llama así. No digo nada, pretendo restar importancia a semejante punto a mi favor y simplemente me limito a seguir la conversación. Me pongo en papel de buena consejera y, emulando con astucia el argot con el que se dirigía a mí, le recomiendo dejar esa vida por otra que debería comenzar a buscarse, procurando la inteligencia por sobre todo, como única arma y escudo para salvarse del avasallamiento. Se lo reitero varias veces, sintiendo con pena que no me escucha.
A esta altura, tras varias cuadras caminadas, nos detenemos en una esquina en ademán de despedida. Me siento satisfecha y me causa cierta alegría saberme airosa. Me ofrece, ahora sinceramente, sus disculpas una vez más, vuelve al tono de confesión y necesita hacerme saber de su familia, integrada por seres diferentes, tan diferentes como una madre abogada y unas hermanas de buen pasar, e igualmente faltas de comprensión hacia su circunstancia. Y me ofrece, en su afán de redimirse, llevarme a comer algún día. Le agradezco la invitación pero la rechazo veladamente, bajo la broma de que iba a salirle carísimo pagarme una comida, teniendo en cuenta mi buen y enorme apetito. Me deja entrever, sin saberlo, que en un día alcanza a robar el mismo dinero que a mí me llevaría el trabajo de un mes completo, y se jacta de que con ese dinero orgullosamente me ofrecería acompañarle en una salida, sin importar cuánto llegara a costarle. Me sonrío cuidando de no resultar burlona y vuelvo a esquivar el convite con amabilidad. Le hago saber que volveré a pasar por la plaza, y que espero que nos saludemos. Como despedida final le extiendo la mano. Cambia de brazo la botella de plástico cargada con vino que lleva, se limpia repetidamente la palma en el pantalón y me devuelve el gesto con una mano delgada, refinada y suave. El apretón termina siendo más fuerte de mi lado y mirándome a los ojos decide la última confesión.

-Mirá, loca, yo no soy un pibe, no sé si te diste cuenta...

Claro que me dí cuenta. Al reparar en que yo lo supe, descansa en el secreto compartido, ya no le pesa tanto y me reafirma su atracción hacia mí, me dice que le gusto, que soy una mujer que quisiera tener a su lado para salir de esa vida y que me llevaría a conocer a su familia para que estuvieran orgullosos de que esté con alguien como yo, que me cuidaría, que no permitiría que cosas como la que ella misma me acababa de causar me sucedieran. No puedo corresponderle y nunca podré. Pero quiero todavía saber su nombre.

-Pero no me dijiste cómo te llamás. Yo sí te dije mi nombre.
-Me llamo Lourdes, igual que vos.